Clarice Lispector jamás hubiera utilizado una red social. Estoy tan segura de eso. Ella, tan celosa de su intimidad, rodeada de un halo de misterio y delicadeza.
Ahora estoy leyendo "Descubrimientos", los últimos artículos periodísticos que habían quedado sin recopilar de ella. Son aguafuertes breves y deliciosas.
Cuando me gusta un escritor, me gusta todo de él: la cara arrugada y con surcos de Beckett, las manos huesudas de Silvina Ocampo, la habitación ínfima de Emily Dickinson. De Clarice también me gusta todo: su elegancia, su cara rarísima, su ropa, sus peinados, su aura, su mano quemada, su casa brasileña, su mirada. Y me gusta porque fue un espíritu único. Creo que eso es una parte importante en el camino de la experiencia humana: ser quien uno es, sacándose de encima todas las cosas que se nos pegan al cuerpo y a la intención, como un chicle, que no son nosotros.
Hace muchos años, luego de una ruptura amorosa que me había dejado destrozada, mi analista me recomendó tomar clases de canto. Yo iba a las sesiones de terapia, hablaba muy poco y el resto del tiempo lloraba. El canto sería entonces una buena herramienta para canalizar esa energía trabada, esa angustia, que me tomaba por completo. La profesora era muy amena y tenía un contacto con la tierra que me interesaba. Había sacado hacía pocos meses un disco de canciones que me interpelaban y su estudio era en una vieja casona familiar de San Telmo por la que pasaban todos los músicos que había admirado durante mi adolescencia. En la primera clase, un día de verano como éste, luego de vocalizar, comenzamos algunos ejercicios con melodías. Y ahí apareció el chicle. Me dijo: ¿te oís? Y por primera vez oí la manera en que apoyaba mi voz en la nariz, como pidiendo permiso para existir. Bueno, ese chicle logré despegármelo luego de muchos años de estudiar canto, con ella y con otras profesoras. No fue fácil, pero eso es lo interesante: superarnos.
Ahora estoy leyendo "Descubrimientos", los últimos artículos periodísticos que habían quedado sin recopilar de ella. Son aguafuertes breves y deliciosas.
Cuando me gusta un escritor, me gusta todo de él: la cara arrugada y con surcos de Beckett, las manos huesudas de Silvina Ocampo, la habitación ínfima de Emily Dickinson. De Clarice también me gusta todo: su elegancia, su cara rarísima, su ropa, sus peinados, su aura, su mano quemada, su casa brasileña, su mirada. Y me gusta porque fue un espíritu único. Creo que eso es una parte importante en el camino de la experiencia humana: ser quien uno es, sacándose de encima todas las cosas que se nos pegan al cuerpo y a la intención, como un chicle, que no son nosotros.
Hace muchos años, luego de una ruptura amorosa que me había dejado destrozada, mi analista me recomendó tomar clases de canto. Yo iba a las sesiones de terapia, hablaba muy poco y el resto del tiempo lloraba. El canto sería entonces una buena herramienta para canalizar esa energía trabada, esa angustia, que me tomaba por completo. La profesora era muy amena y tenía un contacto con la tierra que me interesaba. Había sacado hacía pocos meses un disco de canciones que me interpelaban y su estudio era en una vieja casona familiar de San Telmo por la que pasaban todos los músicos que había admirado durante mi adolescencia. En la primera clase, un día de verano como éste, luego de vocalizar, comenzamos algunos ejercicios con melodías. Y ahí apareció el chicle. Me dijo: ¿te oís? Y por primera vez oí la manera en que apoyaba mi voz en la nariz, como pidiendo permiso para existir. Bueno, ese chicle logré despegármelo luego de muchos años de estudiar canto, con ella y con otras profesoras. No fue fácil, pero eso es lo interesante: superarnos.
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