martes, 4 de agosto de 2015

la quinta

(cuando no puedo escribir, siento algo que me presiona o me atraviesa alguna parte del cuerpo. no es una imagen exagerada de poeta victoriana, es una sensación vívida, por ejemplo, ahora, en el lado izquierdo de mi tórax.)

durante sus años de esplendor, la quinta tenía caseros y cinco perros ovejeros alemanes, una cancha de tenis mantenida semanalmente, un profesor, un jardín de invierno, un piano eléctrico vertical, una biblioteca con novelitas de verano, una colección de rosas y camelias. las navidades, tan suaves y frescas. los eneros hiperinflacionarios y largos, menos sofocantes gracias a las brazadas en la parte honda de la pileta. mi tía Haydée bordaba mientras miraba películas policiales, mis primos más grandes escuchaban The Cure en las casitas de afuera. un caserón, un jardín, la escenografía de la historia de vida de una familia. los casamientos, los bautismos, los cumpleaños, las fiestas en la mesa de madera larga del comedor, porque no importaba lo que la quinta tenía, sino lo que la quinta era: pasto mojado con pies descalzos, almohadón mullido, jazmines, comida, útero, familia. ¿habrá pensado mi tío Norberto que mirando ese parque se iba a morir, rodeado de sus hijos y sus hermanos? ¿habrá pensando mi primo Joaquín que en ese living celebraríamos una misa para recordarlo? no es golpe bajo pero ahora la quinta tiene el pasto crecido, las ventanas rotas, los empapelados gastados. hay dos perros grandes de raza, pero ya no sé los nombres. no veo las flores, veo murciélagos recortados sobre los pinos del fondo. si cierro los ojos y hago silencio, escucho el murmullo de mi abuela en la cocina, mi abuelo fuma con los hombres en el borde de la pileta, alguien corta madera para un asado, chocan copas, los chicos se hamacan en las sillas de tela de toldo a rayas blancas y verdes, se abre el portón, las ruedas de un auto comen las piedritas del camino de entrada. se escuchan risas. es verano. 

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