domingo, 11 de febrero de 2018

A la montaña no tengo que subir sola

Pocas cosas
me ha enseñado
mi padre,
pero no por escuetas
menos valiosas.

Que a la montaña
no tengo que subir sola
que la montaña
debo bajarla de costado.

Me enseñó análisis matemático
y así aprobé primer año
en la facultad de ingeniería.

Yo sólo quería enseñarle
que si él me enseñaba
iba a poder hacerlo,
pese a haberme graduado
en un colegio de Humanidades.
Y de ser mujer.
De ser mujer.

De niña, me llevó al campo,
era un invierno fatal,
a la tierra
adonde habían llegado
de Italia los Iannuzzi,
que tuvieron mucho
y después nada
y después mucho,
y así.

Y como un Napolén
con botas de goma Pampero
embarradas hasta las rodillas
trazó los límites de su territorio
con los ojos
me enseñó el silencio de la tristeza
y la austeridad más extrema.
Y que si entre hermanos se pelean
los devoran los de afuera.
Y entonces vi cómo los devoraban
aves carroñeras a ellos.

No supo enseñarme el amor
más que de maneras torpes,
casi órdenes eran.

"Te envío deseos
de pronta mejoría",
me dejó escrito una vez
en una esquelita
en la cocina de mi casa.

Mi padre, un soldado del siglo XVIII
al que aún no puedo perdonar.

Maneras torpes del amor
que a mis casi 40 años
copio como una alumna ejemplar
con caligrafía perfecta.

¿Sabrá mi padre que
escucho a Spinetta, a Charly,
a Violeta Parra?

¿Entenderá cuando Pappo canta
"Adónde está la libertad
no dejo nunca de pensar"?

¿Imaginará mi padre que
lo perdonaron todos los hombres
bohemios
marxistas
hippies
artistas
peronistas
judíos
que me amaron y que
no supe corresponder?

¿Qué será de mi padre hoy?




Fortín de Santa Rosa, Uruguay, febrero de 2018

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